La madre es el primer gran amor en la vida de todos los seres humanos.

Un amor que nace de forma natural y al que no renunciamos, aunque ella no esté, o pese a que su presencia sea nociva, y hasta peligrosa, para un hijo. Siempre hay un hilo invisible quede alguna manera u otra nos une a ella. Judith Viorst narra en uno de sus libros el duro caso de un niño de tres años que había sido rociado con alcohol y luego prendido fuego por su propia madre. En la sala de cuidados intensivos, el pequeño solo quería una cosa: que ella viniera a abrazarlo. Así de fuerte es ese lazo primitivo. Sea como sea, amamos a nuestra madre.

Al comienzo de la vida preferimos cualquier sufrimiento, antes que padecer el dolor de no tenerla a nuestro lado. El amor por la madre subsiste en la vida adulta, aunque tomemos nuestro propio rumbo, aunque alcancemos un éxito gigantesco, aunque tengamos dinero, o nos admiren por nuestras proezas. En el fondo siempre queda algo de ese niño que no quiere vivir sin su madre. La madre difícil

De niños, y pese a cualquier prueba de lo contrario, pensamos que nuestra madre es un ser absolutamente perfecto.

De ella solo necesitamos que esté ahí, a nuestro lado. Y si no está, pensamos que tal vez sea culpa nuestra.

Pero las madres no son esos seres totales y perfectos que idealizamos cuando somos pequeños.

No siempre somos completamente bienvenidos a su vida. Las madres también se deprimen, también tienen sus propios problemas. Y aunque el deseo de la mayoría de ellas es darnos lo mejor, a veces no pueden hacerlo. A veces renuncian a hacerlo, o tienen una idea no tan sana de lo que es el bienestar de un hijo.

Muchas madres no están allí cuando sus hijos las necesitan. Deben, o quieren, trabajar fuera de casa y es posible que apenas tengan tiempo para ejercer mediocremente su maternidad. Otras mujeres tienen un rechazo, consciente o inconsciente, hacia la maternidad.

Aún así asumen la tarea de ser madres, pero lo logran solo a medias. Entonces, sus hijos se convierten en el blanco de su inconformidad. Son las madres que no logran ver nada bueno en sus hijos. Nunca son suficientemente obedientes, ni lo suficientemente capaces de hacerla feliz. Así sean los mejores estudiantes, o los deportistas más destacados. No importa, nunca están a la altura de sus expectativas.

El rechazo por los hijos a veces también adopta formas insospechadas.

Es el caso de las madres ansiosas, que siempre están imaginando que el niño se va a caer, que el joven va a volverse drogadicto, que la hija va a cometer un error irreparable. En esos casos, el rechazo toma forma de un control extremo. Piensan que educar a sus hijos es mostrarles que el mundo es un lugar plagado de peligros y que su tarea es hacerles ver el lado amenazante.